lunes, 25 de agosto de 2014

La venganza de Sherlock Holmes. I



Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece.
Era hora de la venganza. De vengar la muerte de mi compañero y hacerle pagar a su asesino con la misma moneda. Cegado por la ira y las ansias vengativas, me adentré en el territorio del supuesto asesino de James… Desde hacía un tiempo íbamos tras su pista. Nos llegó la noticia de varias muertes inexplicables que seguían siempre un mismo patrón: la víctima moría sin explicación alguna, a pesar de poseer una condición física y psicológica muy saludable. Y ninguna se trataba de intento de suicidio ni de asesinato, aunque yo comenzara a pensar lo contrario. Y decidimos investigar el caso. Hasta que un día, como las anteriores víctimas, James Watson murió inexplicablemente. ¿Sería una advertencia frente a nuestra investigación? Probablemente. Y a pesar del duro golpe que me supuso el fallecimiento de mi amigo, continué la investigación. Su muerte no sería en vano. Y ahora, después de un intenso mes de investigación, a pesar de no saber ni su nombre ni su rostro, había logrado encontrar la ubicación del culpable. A lo lejos divisé un caserón en lo alto de una colina, rodeado por una muralla de piedra de varios metros.

-Un asesino adinerado… No se porqué, pero no me sorprende- pensé.

Cuando llegué a la muralla, barajé las posibilidades que tenía para poder entrar. Opté por escalar la muralla trasera del caserón. Divisé varias raíces y pequeños matojos de hierba asomándose entre las piedras, y comencé a escalar por ahí. Me asomé al otro lado y vi que al pie de la muralla había un gran seto en el que poder aterrizar. Salté y, después de expulsarme todas las hojas que llevaba en mi ropa, me dirigí hacia la puerta principal. Piqué varias veces con los puños y esperé. Un hombre de pelo castaño, corpulento y vestido de traje me abrió la puerta.

-Buenas tardes, ¿que desea?- preguntó el mayordomo.
-Buenas tardes- dije bajando la solapa de mi sombrero-tengo una cita con su señor.
-Mi señor no tiene nin…

Antes de que lograse acabar la frase, cogí un pañuelo de mi bolsillo empapado en cloroformo y le tapé la nariz con él. Sin oponer resistencia, cayó al suelo inmediatamente. Lo arrastré hasta un hueco de la escalera y lo dejé allí. Me fijé en que llevaba una placa metálica con su nombre.

-Perdóneme Eric, es usted un mayordomo estupendo- le dije, aunque sabía que no podía escucharme.



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